7.3.11

Esencialismo, diferencia sexual y lenguaje



Jaime Nubiola
Universidad de Navarra
jnubiola@unav.es



"... las mujeres descansan con mayor firmeza
en su propia realidad."

Michael Ende: La prisión de la libertad






El objetivo de esta colaboración es, en primer lugar, dar noticia de algunas coordenadas básicas de la discusión contemporánea acerca del lenguaje y la diferencia de los sexos, prestando especial atención a la acusación de esencialismo con la que se descalifican los contendientes entre sí. En segundo lugar, quiero llamar la atención acerca de la insuficiencia de las razones esgrimidas por el discurso feminista de la diferencia y por el discurso de la complementariedad cultural, que en última instancia vienen a favorecer —en total oposición, sin duda, a los deseos de sus valedores— una perpetuación de la discriminación de las mujeres1. En tercer lugar, esbozo unas pautas para la eliminación de algunos elementos sexistas que todavía subsisten en la lengua española.

El trabajo se articula en cuatro secciones: 1) El debate contemporáneo sobre el esencialismo; 2) El discurso biológico sobre la diferencia sexual; 3) La construcción cultural de la diferencia sexual; y finalmente, 4) La búsqueda de un nuevo lenguaje. El propósito unificador que otorga sentido al conjunto radica en el empeño por ganar en comprensión de lo que es el ser humano mediante la reflexión filosófica sobre la diferenciación sexual que se detecta, se expresa o se crea, a través o en el lenguaje. La perspectiva que adopto —desde una óptica preferentemente hispánica, pero prestando especial atención a la cultura angloamericana— es decididamente filosófica, y aspira a integrar armónicamente aportaciones multidisciplinares, datos y planteamientos teóricos procedentes de las ciencias biomédicas y de las humanidades. Esta actitud supone una concepción de la filosofía que, lejos de un eclecticismo acrítico, busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de opiniones opuestas, sabedora con la mejor tradición que todos los pareceres formulados seriamente, en cierto sentido, dicen algo verdadero. Una segunda consecuencia de la adopción de esta perspectiva filosófica es que he evitado convertir el trabajo en una investigación lexicográfica de la lengua española, limitando ésta exclusivamente al final de la última sección.

Finalmente, en un trabajo sobre diferencia sexual y lenguaje reviste cierta importancia que al menos las palabras empleadas no resulten sexistas, esto es, discriminatorias por razón del sexo. Por este motivo, aunque a veces pueda resultar un poco chocante, emplearé los términos "varón"/"mujer" y "ser humano" o "persona" para evitar la ambigüedad del término "hombre" en la lengua y cultura española que suele ser discriminatoria para las mujeres2. Emplear "hombre" como término genérico implica desconocer su palmaria connotación viril ("¡Sé un hombre!"); emplear "hombre" como término exclusivo para los varones supone hacer caso omiso de la historia ("El hombre es animal racional"). En una reflexión filosófica la historia de las palabras —y su capacidad ilimitada de semiosis— no puede ser pasada por alto.



1. El debate contemporáneo sobre el esencialismo
En las últimas décadas el feminismo académico norteamericano vertebrado en torno a los Women's Studies ha puesto en boga la acusación de "esencialismo" para desautorizar las posiciones opuestas a la tradición dominante en su seno. En cierto modo, "esencialista" se ha convertido en un insulto descalificador del adversario, como puede serlo el epíteto "fundamentalista" en las sociedades democráticas o lo fue "fascista" en las comunistas. De modo similar, los estudios feministas en España huyen también del esencialismo como de la peste y emplean la acusación de "esencialistas" para descalificar a sus oponentes. Victoria Camps escribía recientemente que no habla ella "de una esencia de lo femenino, pues me repelen los 'esencialismos'"3 y Alicia Puleo diagnosticaba —no sin cierta amargura— la "inquietante tendencia" de algunas feministas "hacia la revalorización de las virtudes femeninas y de la distribución de papeles según el sexo que en los años setenta fueron vigorosamente combatidas. La tentación esencialista de aceptar la diferencia (...) entre los sexos se abre camino fácilmente debido, en parte, al clima de escepticismo y decepción acarreado por la caída de los paradigmas revolucionarios, por la recesión económica y el auge del pensamiento de derechas"4.

Estas palabras muestran con claridad que bajo la acusación de esencialismo Puleo está aludiendo al reconocimiento de la diferencia entre los sexos. Si sólo fuera esto podría parecer una trivialidad, pues la diferencia de los seres humanos por su condición sexuada es tan obvia que sólo puede haber pasado por alto a los filósofos. Cuando en el debate feminista las o los contendientes se acusan mutuamente de "esencialistas" emplean ese epíteto con un carácter equívoco, esto es, en sentidos muy diversos y en cierto modo opuestos. Como ha señalado Diana Fuss, no hay, por así decir, una "esencia del esencialismo", sino que sólo podemos hablar en plural de esencialismos. En este contexto, puede definirse típicamente la concepción esencialista como aquella opuesta a las diferencias entre los sexos, como aquella que sostiene que la esencia común humana anula o torna meramente accidentales las diferencias entre mujeres y varones. Pero, por otra parte, son también tachados de esencialistas quienes reconocen una diferencia biológica radical entre varones y mujeres que da razón de los géneros. En este sentido, ambas concepciones esencialistas serían opuestas entre sí y el esencialismo en cuanto tal se definiría entonces por su contraste con el constructivismo, que sostiene que las diferencias no son innatas, sino culturalmente construidas, enseñadas o impuestas por toda una educación orientada en esa dirección. En la perspectiva constructivista, los géneros masculino y femenino son construcciones culturales relativas a cada sociedad de las que la común esencia humana se reviste en cada caso de acuerdo con la influencia del entorno o con la orientación personal. A pesar de la frontal oposición entre esencialismo y constructivismo, puede advertirse que "la barrera entre esencialismo y constructivismo no es en modo alguno tan sólida e infranqueable como suponen los defensores de ambos lados", pues "el esencialismo y el constructivismo están profunda e inextricablemente coimplicados el uno con el otro"5.

La polémica sobre las diferencias entre varones y mujeres está anclada en una polémica de un calado todavía mayor, como es la cuestión acerca de las relaciones entre biología y cultura para la configuración del género humano en cuanto tal, en su especificidad y en la singularidad de cada uno de los seres humanos. Los problemas que en ese debate están en juego son los que afligen más gravemente a nuestra cultura y, en cierto sentido, a cada uno de sus miembros individualmente. ¿La condición sexuada del ser humano es un producto de la biología o es más bien una construcción social? ¿Los estereotipos de varón y de mujer tienen una base biológica natural, o corresponden más bien en cada sociedad a una distribución convencional de los papeles por la que los varones han dominado históricamente sobre las mujeres? A un nivel más personal, ¿cuáles son las maneras genuinamente humanas de relacionarse varones y mujeres? ¿La orientación sexual es realmente objeto de elección? ¿Tiene límites la fantasía sexual? ¿Hay virtudes propias de cada sexo? A un nivel más social, ¿qué lugar tienen en una sociedad plural y democrática la promiscuidad sexual, la prostitución, la pornografía? o ¿cómo valorar las conductas homosexuales o las conductas homofóbicas?

En este trabajo no se pretende responder a ninguna de esas preguntas, sino que aspira sólo a considerar desde una perspectiva filosófica algunos aspectos de nuestro lenguaje sobre la diferencia sexual. Supone, por tanto, una previa aproximación equilibrada hacia los diversos elementos biológicos y culturales, sociales e individuales, naturales e históricos, libres y condicionados, que conforman la existencia de cada persona. La estrategia de elevarse desde los problemas más acuciantes y controvertidos al estudio del lenguaje en el que los problemas se expresan —que fue llamada por la filosofía analítica el "ascenso semántico"— proporciona un campo de trabajo más objetivo y en el que quizá es más fácil llegar a un acuerdo. En este sentido, la polémica sobre el esencialismo y la diferencia sexual brinda un buen punto de partida para el progreso en la comprensión de aquellos problemas particulares antes mencionados.

Como se indicó más arriba, no hay un único esencialismo, sino que hay diversas concepciones a las que se asigna el epíteto de esencialistas. Aunque sea una cierta simplificación, cabe identificar dos tipos o niveles de esencialismo. El primer nivel es el del esencialismo de la diferencia, el de quienes sostienen con gran dosis de sentido común lo que siempre han sabido todos los seres humanos: que hay diferencias sexuales que están basadas en la biología. Camille Paglia ha escandalizado al mundo académico de las feministas norteamericanas al sostener —muchas veces de modo provocativo— esta tesis. Paglia acusa a las académicas feministas de haberse dejado engañar por Rousseau —como ella fue engañada en los años sesenta— al pensar que la madre naturaleza es benevolente, que todos los individuos nacemos iguales e igualmente buenos, y que es la sociedad, el entorno, la educación, quien introduce la diferencia y la desigualdad, y con ellas la violencia y la opresión. Esta concepción rousseauniana dominante en los últimos veinte años en la defensa de la igualdad entre los sexos es un error sentimental; las relaciones entre varones y mujeres no son relaciones de igual a igual: "Los sexos están en guerra uno contra otro. Eso es parte del atractivo y del interés del sexo"6. La sexualidad, que en muchas ocasiones escapa a nuestro control, se debe en última instancia a las hormonas que producen en los varones una mayor agresividad y en las mujeres una mayor receptividad. La diferencia sexual fundamental y originaria está anclada en la biología, en la diversa "identidad hormonal": "Puedo declarar que lo que en mí es hembra viene de la naturaleza y no de la educación"7.

Las afirmaciones de Paglia dan luz acerca del núcleo polémico del esencialismo de la diferencia, aunque en su caso el reconocimiento de las diferencias y de la profunda desigualdad no cuestione la común humanidad. La diferencia entre los sexos se muestra sobre todo en las relaciones entre varones y mujeres que con notable frecuencia están marcadas sexualmente. Por una parte, "la agresividad y el erotismo están profundamente imbricados. La caza, persecución y captura están programadas biológicamente en la sexualidad del macho. Generación tras generación los varones han de ser educados, refinados, persuadidos éticamente para rechazar su tendencia a la anarquía y la brutalidad. No es la sociedad el enemigo, como ignorantemente sostiene el feminismo. La sociedad es la protección de la mujer contra la violación"8. Pero por otra, Paglia sostiene que son las mujeres el sexo dominante: "Lo que han de advertir las mujeres es su dominancia como sexo. El poder sexual de las mujeres es enorme. Todas las culturas lo han visto. Los varones lo saben. Las mujeres lo saben. La única gente que no lo sabe son las feministas"9.

Paglia recomienda a las feministas el estudio de la historia de la sexualidad, por supuesto no en términos foucaultianos, sino el estudio de los mitos sexuales en la literatura, el arte y la religión. "En la mitología encontramos la ansiedad sexual de los varones, su miedo a ser dominados por las mujeres. Mucha de la violencia sexual de los varones está enraizada en su sentimiento de debilidad psicológica respecto de las mujeres"10. El estudio histórico de la evolución de la sexualidad humana y de su interpretación en las diferentes épocas ofrece una perspectiva más equilibrada y con mayor capacidad explicativa que las simplificaciones al uso acerca de la estructura machista de la sociedad. En la historia del sentimiento de inferioridad de los varones se inscribe, por ejemplo, una de las pesadillas —presente en muchas crónicas de la época— que angustiaba a los navegantes hacia América: la legendaria Isla de las Mujeres, que Colón identificó con Matininó, en la que habitaban sólo hembras guerreras que, como las amazonas de la Antigüedad, mataban a los varones que allí arribaban11.

Quienes sostienen este primer nivel de esencialismo tienden a pensar —ha señalado Badinter12— que es la biología la que determina la esencia masculina y femenina, "que la diferencia irreductible entre los sexos es la ultima ratio de sus destinos respectivos y de sus mutuas relaciones". La tradición ilustrada de los siglos XVIII y XIX basó en la diferencia biológica entre los sexos, la diferente educación que debía darse a niños y a niñas para que encarnaran la esencia masculina y la esencia femenina y desarrollaran las virtudes propias del varón y de la mujer respectivamente. La mayor parte de los defensores de la complementariedad entre los sexos y de la distinción entre virtudes femeninas y masculinas, daban por supuesto —como en el caso de Rousseau— la natural y total subordinación de las mujeres a los varones. Se trataba de una idea mitológica muy simple, pero de una extraordinaria capacidad de persuasión (quizá en especial para los varones) que se ha conservado intacta a lo largo de los siglos13.

Por esta razón, el primer feminismo moderno de Mary Wollstonecraft (1792) lo que pedía para las mujeres era su reconocimiento como seres humanos en cuanto tales, independientemente de su condición sexuada. La virtud ha de significar lo mismo para un varón que para una mujer14; si no es así, el elogio del "eterno femenino" y de las virtudes femeninas se convierte en el más eficaz anestésico para el sometimiento de las mujeres a los papeles subordinados establecidos por el varón. Es aquí donde aparece el que he denominado segundo nivel del esencialismo, que defiende una esencia humana común a mujeres y varones cuya modalización sexual es accidental, variable, modulada culturalmente. Este esencialismo —enraizado en la tradición metafísica aristotélica y en el iusnaturalismo moderno— abstrae las diferencias individuales y las peculiaridades estereotipadas de género moldeadas social y culturalmente y es la base del movimiento moderno de emancipación de la mujer y de la conquista contemporánea de la efectiva igualdad de todos ante la ley con independencia de la condición sexual.

Quizá el mejor exponente contemporáneo del esencialismo de la igualdad es el feminismo propugnado por Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Aunque Beauvoir se consideraba profundamente antiesencialista, porque era radicalmente opuesta a quienes sostenían la especificidad de la esencia femenina15, defiende una identidad universal del ser humano, una esencia humana común que fundamenta la igualdad de ambos sexos. La dificultad se encuentra en caracterizar una diferencia que no comprometa aquella igualdad básica. En cierto sentido, Simone de Beauvoir ofrece una teorización feminista de la subjetividad femenina que evita tanto el hiperconstructivismo como el esencialismo de la diferencia que naturaliza la categoría 'mujer'. Sin embargo, buena parte del feminismo francés desde finales de los setenta estimó que El segundo sexo estaba "pasado", más aún que su apelación final a la colaboración fraterna de mujeres y varones para instaurar un mundo de libertad estaba viciada de raíz por su conformación a un ideal masculino de liberación, y que su empleo habitual de un lenguaje sexista y sartreano mostraba su insensibilización ante la dominación masculina16.

El feminismo de la igualdad —que tuvo gran expansión en los años sesenta y setenta— quería liberar a la mujer de su subordinación al varón mediante la afirmación de la individualidad, de la libertad personal de cada mujer en todos los ordenes de su existencia. Veinte años después de la incorporación masiva de la mujer al mercado de trabajo y de un amplio rechazo de la maternidad, se ha desarrollado en Francia con sorprendente vigor un feminismo de la diferencia que denuncia las indeseables consecuencias que trajo en muchos casos aquel igualitarismo. Las mujeres se han encontrado sometidas ahora a una doble jornada laboral y la prometida liberación sexual sólo ha sido liberación efectiva para los varones que han quedado eximidos de cualquier responsabilidad procreadora17. "Para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperialismo masculino"18.

Frente al feminismo igualitarista de Beauvoir y de los años sesenta, el nuevo feminismo de la diferencia vuelve a privilegiar la esencia femenina, la experiencia de la maternidad, la "escritura femenina" y las relaciones entre mujeres, aun a costa en algunos casos de la comprensión efectiva del sentido de la diferenciación sexual de varones y mujeres. Una visión extremista sería la de quienes defienden que "varones y mujeres deberán encontrarse simplemente para la inseminación"19, lo que renovaría así en cierta forma el mito de la Isla de las Mujeres a la que una vez al año acudían los varones para engendrar.

Un rasgo quizá sorprendente del feminismo militante es la defensa de la homosexualidad femenina, sea como defensa de la continuidad entre heterosexualidad y homosexualidad, esto es, de la volubilidad del sujeto o la indiferencia del objeto de atracción sexual, sea como defensa de la orientación homosexual como positiva liberación de la naturaleza biológica. En principio, la defensa de la homosexualidad parece más congruente con el reconocimiento —como en Simone de Beauvoir— de una igualdad básica de todos los seres humanos, independientemente de su orientación sexual. Pero lo más sorprendente, es que puedan ser calificadas como esencialistas autoras como Adrienne Rich que sostiene que todas las mujeres son naturalmente lesbianas20 o Monique Wittig que afirma que las lesbianas no son mujeres, pues "mujer" no es una categoría natural, sino una construcción política definida sólo por su sometimiento al varón. Wittig incurriría en el denostado esencialismo al homogeneizar la homosexualidad femenina borrando las diferencias individuales21. En todo caso, estos ejemplos ilustran bien el modo en que el rótulo "esencialista" se emplea en el debate contemporáneo: se trata de un recurso retórico para descalificar al oponente que reconozca la existencia en los seres humanos de un estrato o componente de carácter natural y permanente, ajeno por tanto a su libertad individual y a su educación, en el que radique la diferenciación sexual (esencialismo de la diferencia) o en el que radique una indiferencia o igualdad más básica y fundamental (esencialismo de la igualdad).



2. El discurso biológico sobre la diferencia sexual
Desde los albores de la reflexión humana la diferenciación sexual de los animales superiores y de los seres humanos ha sido siempre explicada por su finalidad reproductora. Más aún la noción de "especie biológica" ha sido caracterizada por la interfecundidad de sus miembros determinada por la homogeneidad de su dotación genética. El criterio de pertenencia a una especie biológica no viene determinado por los rasgos descriptivos externos o por la similaridad de conductas o de hábitats, sino por la capacidad de procrear nuevos individuos fértiles. Decimos que un perrillo chihuahua y un gran danés pertenecen a una misma especie porque, a pesar de todas las apariencias, pueden ser fecundos entre sí y engendrar crías fértiles22. La reflexión humana multisecular ha identificado como esencia de una especie determinada aquellos rasgos que comparten todos sus miembros, y estos a su vez son considerados como ejemplares que realizan esa determinada esencia. La discusión contemporánea acerca del esencialismo de la diferencia se inscribe en este marco cultural histórico. En última instancia, se está discutiendo la radicación de la condición sexuada, y las respuestas abarcan un amplísimo espectro que va desde quienes niegan toda relevancia al sexo biológico hasta quienes afirman que mujeres y varones constituyen realmente dos especies distintas.

En el pensamiento feminista no es infrecuente la descalificación de Aristóteles como primer responsable en la historia de la filosofía de la inferioridad atribuida a la mujer. Así Beauvoir atribuirá a Aristóteles la paternidad de las tesis de que "la mujer es mujer por una cierta carencia de cualidades" y la de que las mujeres sufren una "defectuosidad natural"23. La afirmación de que Aristóteles considera a la mujer como un macho mutilado es una simplificación con un apoyo textual insuficiente en el pasaje de De generatione animalium, 737a 27-28, en el que Aristóteles asimila funcionalmente el semen del varón y la catamenia de la mujer24. Una lectura —siquiera sea superficial— de este libro de Aristóteles dedicado al estudio de la reproducción animal y a las aportaciones de macho y hembra en la generación, impresiona al lector actual por la amplitud de los conocimientos biológicos que muestra. Asimismo la lectura de la Economía doméstica sugiere con claridad la complementariedad funcional que Aristóteles atribuyó a varón y mujer en la procreación y en la educación de los hijos y en la gestión de la comunidad familiar.

Para Aristóteles la existencia de una notable diferenciación entre machos y hembras en toda la escala animal constituye un fenómeno que reclama explicación y para ello escribe el extenso tratado sobre la generación de los animales25. El que Aristóteles considere la contribución de la hembra más pasiva, y la del macho más activa, y que atribuya la prevalencia del elemento masculino en la generación de un macho a una mayor cantidad de calor o la prevalencia del elemento femenino en la generación de una hembra a una mayor frialdad de la sangre (766b), forma parte de una concepción más general de la constitución de la naturaleza orgánica, articulada con la teoría hilemórfica: la contribución del macho en la generación es la forma y la causa eficiente, mientras que la mujer contribuye con la materia (729a 9-11). El pasaje que ha suscitado mayor controversia es aquel en el que Aristóteles señala que, aunque se trata de una necesidad natural para la preservación de los sexos, viene a ser una desviación el que nazcan hembras en lugar de machos: se trata de una "monstruosidad accidentalmente necesaria" (767b). No obstante, es ilustrativo señalar que —en contraste con la creencia común de su tiempo y de muchos siglos después— para Aristóteles la hembra no es simple tierra fecunda que recibe pasivamente la semilla del macho, sino que contribuye decisivamente a la conformación material e incluso a la determinación del sexo de la descendencia.

Como hizo en su tiempo Aristóteles, es indispensable adentrarse en "la verdad" de la diferencia sexual, mediante un conciso resumen de los datos —algunos de ellos bien conocidos de todos— que ofrece la biología contemporánea. En la especie humana el sexo viene determinado por la diferencia en el par de cromosomas veintitrés, identificado como XX en las mujeres y XY en los varones. Como cada gameto tiene sólo la mitad de la dotación genética, los espermatozoides de un varón difieren entre sí al cincuenta por ciento en el contenido genético del cromosoma veintitrés. Cuando el óvulo femenino es fecundado por un espermatozoide con la dotación X el zigoto desarrolla caracteres femeninos; si la dotación es del tipo Y, el zigoto desarrolla caracteres masculinos. En los últimos años se ha identificado al gen llamado SRY del cromosoma Y como el iniciador en la séptima semana de gestación del proceso de masculinización del embrión, activando en cascada otros genes que causan la transformación de las gónadas indiferenciadas en testículos. Si por cualquier causa este gen no llega a actuar, se forman el útero, trompas de Falopio y vagina, mientras que los tejidos que se convertirían en órganos sexuales masculinos desaparecen26.

En este sentido puede afirmarse que la embriología humana actual entiende —contra aquel parecer de Aristóteles en este punto— que para el zigoto el desarrollo femenino es más espontáneo o "natural", mientras que el desarrollo masculino viene a ser una corrección al desarrollo embrionario femenino. En esta dirección David Crews ha desarrollado recientemente una interpretación de la evolución sexual de los vertebrados según la cuál es la hembra el sexo ancestral y el macho el sexo derivado27. A su vez Robert Goy habla de una "tendencia intrínseca" en el embrión al desarrollo femenino en ausencia de la influencia hormonal masculinizante28. Se ha demostrado además la herencia exclusiva por vía materna de caracteres controlados por genes que se encuentran en las mitocondrias del citoplasma del óvulo. De todas maneras, conviene tener en cuenta tanto que los genes que desarrollan los caracteres masculinos y femeninos están situados no sólo en los cromosomas del par veintitrés sino también en los otros veintidós pares que el feto recibe de sus padres, como que las investigaciones en manipulación genética de la reproducción avalan la indispensabilidad de ambas dotaciones cromosómicas29. Por último, en diversos estudios se ha mostrado la denominada impronta parental de los genes, esto es, que aunque la madre y el padre transmitan unos genes idénticos a sus hijos, tienen en ocasiones diferentes efectos en función de su origen materno o paterno y contribuyen diferencialmente al desarrollo del embrión30.

La identidad sexual de un ser humano es en la mayor parte de los casos obvia desde su nacimiento, y desde hace unos años desde varios meses antes gracias a la ecografía. Se inicia entonces un largo proceso de desarrollo en el que intervienen la biología, el ambiente y la educación hasta que el nuevo ser humano llegue a su estado adulto. Los más recientes estudios proporcionan algunas evidencias de diferencias en las conductas de varones y mujeres que no parecen atribuibles a su diferente educación. Empieza a sospecharse de forma creciente que en el desarrollo diferencial de mujeres y varones tiene más importancia la biología del desarrollo cerebral que la educación que se les imparte. Por ejemplo, Melissa Hines ha mostrado que las niñas con hiperplasia adrenal congénita —una anormalidad genética por la que han estado sometidas a niveles más elevados de testosterona durante su desarrollo embrionario— prefieren los juegos habituales de niños a los más comunes entre las niñas31.

No es sólo que los cardiólogos confirmen la mayor predisposición de los varones a los infartos o se compruebe la mayor longevidad de las mujeres, sino que además van dándose a conocer paulatinamente nuevos estudios científicos que sugieren diferencias en la estructura o en el funcionamiento cerebral de varones y mujeres, en contra del igualitarismo dominante. Como consecuencia significativa de este fenómeno, la revista Time, por ejemplo, dedicaba una cover story en enero de 1992 a esta cuestión tan opuesta a la tesis feminista comúnmente aceptada de la igualdad funcional de mujeres y varones. Lo que comienza a cuestionarse es si las diferencias de conducta entre varones y mujeres no tendrán también un fundamento biológico, además de la desigual educación. Hechos obvios y universales como el que las cárceles estén llenas de varones y no de mujeres pueden encontrar su razón en la mayor agresividad natural del varón, o pueden abogar en favor de la tesis —minoritaria entre las feministas— de la superioridad moral de la mujer32. El discurso científico habitual suele atribuir a la diversa identidad hormonal de varones y mujeres esas palmarias diferencias de comportamiento: "lo que nos da un cerebro macho o hembra (...) no es cuestión de genes, sino de las hormonas a las que nuestros cerebros en estado embrionario han estado expuestos en el vientre materno"33.

Incluso hay científicos que defienden que varones y mujeres no sólo difieren en atributos físicos y en su función reproductora, sino también en la manera de resolver problemas intelectuales. Los neurólogos suelen estar de acuerdo acerca de la superioridad femenina en las tareas verbales y la superioridad masculina en las tareas visuoespaciales, siendo estas diferencias evidentes desde la infancia aunque se acentúan a partir de la pubertad34. Frente a la tesis estándar de que esas diferencias son mínimas y de que son consecuencia de la diferente educación recibida, Doreen Kimura sostiene que las hormonas sexuales condicionan la organización cerebral en una etapa precoz de la vida, y así la educación y el ambiente actúan sobre cerebros que presentan ya una organización distinta según se trate de un niño o una niña35. Los experimentos que acreditan esta posición son todavía controvertidos, pero vendrían a avalar la tesis popular de que mujeres y varones perciben el mundo de maneras algo distintas. El problema para determinar la validez de esos experimentos estriba, por una parte, en legitimar la extrapolación a seres humanos de los estudios llevados a cabo en ratas sobre la influencia hormonal en sus actividades cognitivas, teniendo en cuenta que las ratas no llevan a cabo las actividades cognitivas humanas36; de otra parte, en la experimentación con seres humanos las diferencias estadísticas detectadas entre los dos géneros son relativamente pequeñas, o dicho de otra manera, es muy grande el solapamiento entre los rasgos que se descubren como predominantes en un sexo y los que posee un gran número de miembros del sexo opuesto. Por eso, algunos apuntan más bien a diferencias de grado que no justifican la afirmación de una diferencia básica en la actividad intelectual misma37.

Por otra parte, los neurólogos expertos en diferencias sexuales suelen admitir una organización de los hemisferios cerebrales más asimétrica en los varones que en las mujeres en lo que concierne al habla y a las funciones espaciales38. Desde hace años se viene registrando una diversidad de efectos en varones y mujeres de lesiones cerebrales similares, que parece avalar una diferente localización del área lingüística39. Asimismo, el mayor tamaño en mujeres de determinadas zonas del cuerpo calloso que comunica ambos hemisferios cerebrales se ha puesto en relación con una lateralización funcional menos específica40: "Tomados en su conjunto, todos los resultados sugieren que el cerebro del varón se organiza según líneas diferentes a las del cerebro de la mujer desde una edad muy temprana", afirma Kimura por su parte41. En todo caso, las pruebas en favor de una menor asimetría cerebral en las mujeres son controvertidas, en particular porque pueden abonar su discriminación para el ejercicio de determinadas profesiones42. Estas aportaciones —sin duda todavía provisionales— abonan la tesis del influjo de la diferencia sexual en el desarrollo diferencial y en la conducta humana: se piensa que los estudios en este campo quizá llegarán a ayudar a comprender por qué las niñas comienzan a hablar antes que los niños o tienen un mayor vocabulario43, por qué es más frecuente en los varones la zurdera cuya relación con la dominancia cerebral parece clara44, por qué el tartamudeo se da casi exclusivamente en varones, o por qué los varones tienen de ordinario voces más graves que las mujeres45.

En los últimos años ha habido cierto revuelo cada vez que algún científico ha anunciado el descubrimiento en la biología genética o cerebral de factores determinantes de la homosexualidad. Así Simon LeVay anunció en 1991 que una región del hipotálamo (un núcleo intersticial del hipotálamo anterior) que es normalmente mayor en los varones que en las mujeres, era sensiblemente mayor en varones heterosexuales que en varones homosexuales. Este hallazgo apoyaba la tesis de que los niveles hormonales antes del nacimiento podían definir la orientación sexual del sujeto en una u otra dirección46. Recientemente se publicaba en Science el estudio de Dean Hamer del DNA de cuarenta pares de hermanos homosexuales, de los que treinta y tres compartían un mismo segmento de una determinada área del cromosoma X, lo que sugiere la posibilidad de la herencia de la homosexualidad masculina a través de la dotación genética materna47. De todos modos, así como la explicación hormonal de la identidad sexual en boga en los años setenta ha perdido crédito ante el fracaso de las terapias hormonales para modificar la orientación homosexual de adultos, la explicación genética de Hamer puede ser desmentida en un futuro. En todo caso, la homosexualidad no parece un fenómeno simple y unitario, sino que adopta una amplia pluralidad de formas hasta ahora no explicables de modo único. Sí que puede afirmarse su universalidad, en el sentido de que se encuentra en todas las culturas, pero al mismo tiempo tiene siempre un carácter minoritario y marginal. Hasta el momento, los procesos que establecen la orientación sexual humana parecen "un complejo mosaico de factores biológicos, psicológicos y socioculturales"48.

De forma parecida ha habido también ocasionalmente revuelo en el mundo del deporte acerca de la determinación del sexo de deportistas. La utilización de una prueba cromosómica desde las Olimpiadas de 1968 ha llevado a detectar algunos casos anómalos de deportistas con caracteres sexuales de mujer, pero con dotación genética masculina que había fallado en la masculinización del embrión. Lo que las diversas anomalías ponen de manifiesto es que el dimorfismo sexual no es absoluto, sino que se da con relativa frecuencia un pequeño porcentaje de seres humanos cuyo sexo y género es difícil de establecer49. Los defensores del esencialismo de la igualdad —el que hace abstracción de las diferencias— encuentran en las personas de sexualidad incierta un sólido argumento en defensa de la irrelevancia del sexo genético y, por consiguiente, de la exclusiva relevancia del género adoptado culturalmente. Los defensores del esencialismo de la diferencia —que ancla la diferencia sexual en la biología— encuentra en la relativa rareza de estas anomalías un buen argumento en defensa de su posición.



3. La construcción cultural de la diferencia sexual
Frente al esencialismo que fundamenta en la biología la diversidad de funciones asignadas en la sociedad a varones y mujeres, se ha desarrollado en las últimas décadas un amplio movimiento constructivista que sostiene que las diferencias entre los sexos no son innatas, sino más bien construidas cultural e históricamente, e impuestas por el sistema educativo que perpetúa en el tiempo los roles de género. El constructivismo se opone frontalmente al esencialismo y persigue su refutación, argumentando que la propia noción de esencia es una construcción histórica y que la diversidad funcional asignada histórica y culturalmente a varones y mujeres no encuentra justificación en su complementariedad reproductiva50. Mientras para el esencialista la naturaleza biológica proporciona los rasgos básicos o fundamentales de la diferenciación sexual que atraviesa todos los ámbitos de la cultura, para el constructivista 'lo natural' es una construcción histórica de la sociedad. Así, los géneros masculino y femenino, en los que cristaliza la diferencia sexual, son creados subliminalmente por la sociedad hasta el punto que los sujetos tienden a ver como 'naturales', como obvias, familiares y espontáneas, simplemente unas pautas convencionales de género que en muchos casos son burda manifestación de la dominación histórica de los varones.

Constructivismo y esencialismo son dos concepciones diametralmente opuestas. Para calar en la hondura del debate es útil concebir ambas posiciones como respuestas extremas a la pregunta clásica acerca de si la mujer y el varón nacen o se hacen51. Simone de Beauvoir contestaba que la mujer no nacía sino que se hacía, o mejor, era hecha por la sociedad masculina. Para los defensores de la diferencia mujeres y varones no son hechos por la educación, sino que nacen con una dotación genética, con una naturaleza biológica diferencial que determina decisivamente su vida y todos los ámbitos de su actividad. Ambas posiciones tienen razones en su favor, pero tienen también sus lados débiles. Ninguna puede reclamar para sí toda la verdad, pero su discusión permite ganar una mejor comprensión de cómo naturaleza y cultura se entremezclan estrechamente en la diferenciación sexual humana.

Para explicar la diferencia sexual, el esencialismo recurre a unas categorías de varón y de mujer como objetos ahistóricos ("el eterno femenino"), inmodificables, naturales ("siempre ha sido así"), que se suponen ancladas en leyes biológicas. En cierto sentido, esto contrasta con el objetivo sistemático de la educación familiar y primaria que busca con denuedo —como si no se tratara de algo tan 'natural'— replicar diferencialmente en cada niño y en cada niña los roles masculinos y los roles femeninos, que ejemplifican en esa sociedad la esencia de la masculinidad y la feminidad52. "Los hombres no lloran" enseñan incansablemente padres y madres a sus hijos varones; "una mujer no hace tal o cual cosa" insisten a sus hijas.

El contraste que aparece entre la educación de Emilio y la de Sofía —que describe con detenimiento Rousseau en el libro quinto de su Emilio o la Educación— ilustra bien esta cuestión. La educación de Emilio es un ejemplo de la enseñanza ilustrada que para la creación de una sociedad verdaderamente igualitaria busca desarrollar en el varón la autonomía, la autoafirmación y la independencia de juicio. Por el contrario, Sofía —que para Rousseau es igual al varón en todo aquello no relacionado con el sexo— ha de ser educada para agradar al varón y someterse a él, pues lo que constituye finalmente a la mujer es la consideración que reciba del varón. "Es importante, entonces, no sólo que una mujer sea fiel, sino que ella sea así considerada por su marido, por quienes la rodean y por todos. Es importante que sea modesta, atenta, reservada, y que ella muestre su virtud a los ojos de los demás tanto como a su propia conciencia"53. Si ella intenta emular las virtudes propias del varón, simplemente se convertirá en una mujer inferior y perderá las cualidades que la hacen estimable54.

Resulta realmente sorprendente que los ilustrados que desarrollaron los conceptos modernos de naturaleza humana y de derechos del hombre sean a la vez quienes consagraron el sometimiento de la mujer al varón. La causa puede encontrarse quizá en su naturalismo, en un biologismo que lleva a extrapolar la relevancia cultural de la diferencia natural. De la complementariedad reproductiva los ilustrados infirieron la complementariedad de varón y mujer en todos los órdenes de la vida humana; de la diversidad funcional de varón y mujer en la procreación infirieron una diversidad funcional en todos los ámbitos de la organización social. En la perspectiva ilustrada de los dos últimos siglos, esta tesis de la complementariedad ha sido —a mi entender— la forma más extendida y persuasiva de justificación para el sometimiento unilateral de la mujer al varón. Esta tesis se basa en la idea de que la sexualidad afecta constitutivamente a todos los estratos de la persona humana y que un sexo es activo y fuerte y el otro pasivo y débil. Precisamente la apelación a la biología, a la 'naturaleza de las cosas', aporta una justificación natural para la universalización de la diversidad de funciones de mujeres y varones. La complementariedad genital de macho y hembra para la reproducción se transforma en una "misteriosa y armónica complementariedad" que afecta a todos los ámbitos de la vida social, de tal forma que a mujeres y varones corresponden 'naturalmente' funciones complementarias de acuerdo con su sexo en la conformación del orden social.

Esta generalización expansiva de la complementariedad genital ha sido certera y sistemáticamente denunciada como falocracia por el feminismo contemporáneo. Se trata de un abuso despótico que establece una menor libertad para las mujeres y lleva aneja su necesaria subordinación a la actividad y razón de los varones. La denuncia de la relatividad cultural e histórica de aquellos estereotipos ilustrados de varón y mujer y el reconocimiento de su identidad fundamental es el acierto esencial del movimiento de emancipación de la mujer55. "Durante todos estos siglos —escribía en 1928 Virginia Woolf56—, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar la silueta del varón del doble del tamaño natural". El sometimiento de la mujer al varón como espejo en el que éste se mira y como imagen que pugna por atraer la mirada del varón, muestra la profunda e injusta desigualdad que atraviesa nuestra cultura. En contraste, el paulatino reconocimiento de la igualdad fundamental de ambos sexos en la común dignidad de seres humanos da razón del masivo acceso de las mujeres a la educación media y superior en las últimas décadas y de la progresiva eliminación de la antigua diversidad funcional.

El constructivismo reemplaza el discurso esencialista sobre "la mujer" o "el varón" por un discurso plural que privilegia la heterogeneidad y destaca sobre todo las diferencias culturales y sociales57. Transcribo a este respecto una aclaración de Teresa de Lauretis en su libro sobre cine y feminismo Alicia ya no que puede ilustrar bien este modo de proceder:

"Con 'la mujer' hago referencia a una construcción ficticia, a un destilado de los discursos, diversos pero coherentes que dominan las culturas occidentales (...). Con 'mujeres', por el contrario, quiero referirme a los seres históricos reales que, a pesar de no poder ser definidos al margen de esas formaciones discursivas, poseen, no obstante, una evidente existencia material (...). La relación entre las mujeres en cuanto sujetos históricos y el concepto de mujer tal y como resulta de los discursos hegemónicos no es ni una relación de identidad directa, una correspondencia biunívoca, ni una relación de simple implicación. Como muchas otras relaciones que encuentran su expresión en el lenguaje, es arbitraria y simbólica, es decir, culturalmente establecida"58.
La relación entre los individuos singulares y las ideas vigentes en el discurso contemporáneo sobre "la mujer" o "el varón" encierra toda la problemática del estatuto epistemológico de un discurso pretendidamente universal. ¿Cómo es posible conceptualizar la diferencia entre varones y mujeres y reconocer al mismo tiempo las efectivas diferencias entre los individuos? ¿Cómo es posible luchar en contra de la opresión de las mujeres si la propia noción de 'mujer' está construida social e históricamente? Tanto los movimientos feministas más radicales como quienes defienden la complementariedad de las esencias masculina y femenina detectan esas tensiones entre las construcciones ideológicas y las personas reales como sujetos históricos efectivos que sostienen o avalan las diversas tradiciones de pensamiento59. Los varones y las mujeres de finales del siglo XX no podemos entendernos a nosotros mismos —ni mucho menos las relaciones entre los géneros— al margen de aquellas tradiciones discursivas, pero sí podemos intentar ganar una más clara visión mediante una mejor comprensión tanto de nuestros recursos significativos como del carácter contingente e histórico de aquellas concepciones ideológicas.

A mi entender, la teoría causal de la referencia, propuesta originalmente por Ruth Barcan y Saul Kripke a principios de los setenta, ofrece una luminosa perspectiva para enfocar los problemas lógico-semánticos que encierran términos como "varón" y "mujer" y para tratar así de comprender mejor la fuerza renovadora del constructivismo. Hilary Putnam mostró que el uso de nombres de clases naturales (natural kind terms) como "tigre" u "olmo" está asociado con un estereotipo que viene a corresponder al individuo normal de esa clase60. Un estereotipo es la descripción convencional de los rasgos típicos que una comunidad lingüística concreta asigna a una determinada especie o clase de individuos. Con la calificación de esa descripción como convencional lo que quiere señalarse es que los rasgos estereotípicos asociados no pertenecen necesariamente a la esencia de sus portadores, ni tampoco todos los que emplean esos términos significativamente han de ser capaces de identificar con exactitud los objetos a que se refieren. Ni un tigre albino, y por tanto sin rayas, es una contradicción lógica, aunque en el estereotipo del término "tigre" esté el ser un felino con rayas, ni tengo que ser capaz de reconocer un olmo y saber distinguirlo de una haya para poder usar significativamente el término "olmo", pues basta con que me remita al uso y conocimiento de los jardineros o los botánicos que constituyen la comunidad de expertos en la aplicación correcta de ese término61.

La aplicación de esta teoría —aquí superficialmente esbozada62— a los términos "varón" o "mujer" puede proporcionar una mejor comprensión de su uso efectivo en nuestra cultura. La clave se encuentra, a mi juicio, en advertir que esos términos no ofrecen un acceso privilegiado a la esencia de la masculinidad o de la feminidad. De ordinario, la posesión de los rasgos que conforman el estereotipo social de varón o de mujer es un criterio suficiente para afirmar la pertenencia de un miembro concreto a esa clase; pero, en casos extraordinarios (en casos en los que aparece la duda como en el de las deportistas anteriormente mencionado), se adoptan criterios suplementarios para la adscripción de un individuo a un género determinado. Una comunidad lingüística requiere que quien utilice significativamente los términos "varón" y "mujer" conozca los estereotipos a ellos asociados en esa comunidad, sea, por ejemplo, que el varón suele ser más fuerte o más violento que la mujer, pero esto no significa afortunadamente que sea una verdad necesaria de los varones (que sea parte de su 'esencia') el que sean más fuertes o violentos que las mujeres o que un varón débil o pacífico sea una contradicción lógica. Con esto, lo que desde la teoría causal de la referencia se está afirmando es que los estereotipos que una comunidad lingüística determinada asigna a términos como "varón" o "mujer" no constituyen una descripción esencial de lo que sea ser varón o ser mujer, sino que se trata de descripciones relativas, compuestas de los rasgos contingentes empleados de ordinario en esa comunidad para la identificación de los miembros normales de su clase.

En este sentido, resulta muy ilustrativo reconocer que los estereotipos de varón y de mujer son objetos culturales como pueden serlo una sinfonía musical, el movimiento barroco, o la filatelia. Desde este punto de vista, la Mujer o el Varón (con mayúsculas) son objetos simbólicos, constelaciones de imágenes, que remiten en cada cultura a la infinidad de usos pasados, actuales y futuros de los términos "mujer" y "varón". Los estereotipos de género no muestran la esencia masculina o femenina, sino que son resultado de la historia de cada tradición cultural. No tienen mayor estabilidad, dignidad o esencia que los demás artefactos culturales. Por este motivo, reviste un singular interés la investigación que se está desarrollando en estos últimos años en psicología cognitiva acerca de los sistemas de creencias que conforman la categorización sexual en géneros63. Cada vez hay más evidencias acerca del almacenamiento de la información estereotípica en la memoria mediante subgéneros y acerca de las distintas maneras en que los varones tienden a categorizar a las mujeres y viceversa. En esta perspectiva el centro de la atención no es tanto "cómo varones y mujeres difieren de hecho entre sí, sino cómo creen que difieren"64.

Los estereotipos de mujer o de varón vigentes en nuestra cultura no son merecedores de especial respeto ni encierran una peculiar dignidad; más aún, en cierto sentido son obra nuestra, los estamos construyendo —o contribuyendo a construirlos— cada uno con nuestra propia vida. En contraste, quienes sí son acreedores a un respeto absoluto son cada una de las mujeres o de los varones singulares, sean o no miembros normales de acuerdo con el estereotipo convencional del género correspondiente en nuestra sociedad.

La defensa de una posición constructivista como ésta podría ser tachada de nominalismo, pero es consecuencia del reconocimiento de que —como muestra la compleja historia de la modulación cultural de la diferencia sexual— no tenemos los seres humanos un acceso privilegiado a la esencia humana y a su modalización sexual. Sin embargo, resulta también acertado considerar que en los estereotipos heredados hay elementos valiosos que nos dan a conocer parte de la verdad sobre la diferenciación sexual humana. Frente al constructivismo feminista que ha entendido sistemáticamente el lenguaje humano como un sistema simbólico eminentemente patriarcal, hecho por varones y enseñado por mujeres para perpetuar el dominio de aquellos sobre éstas, cabe también entender que la razón humana al reflexionar sobre la irreductibilidad de los géneros y sobre los roles históricamente asociados a cada uno, está progresando en la comprensión de la verdad sobre el ser humano y sobre las condiciones efectivas del ser varón y del ser mujer. En esta perspectiva —que defiendo plenamente— se descubre la verdad que encierra el feminismo de la igualdad, que es la afirmación de la identidad esencial de todos los seres humanos sea cual sea su género o su orientación sexual. La mayor limitación de este feminismo es que, al destacar máximamente la identidad, anula en ésta todas las diferencias y aspira, en última instancia, a borrar los rasgos biológicamente asociados a cada género para liberar a las mujeres de su subordinación a los varones. Su mayor atractivo es la ineludible necesidad de revisar los estereotipos asociados en nuestra cultura a los términos "mujer" y "varón" para purificarlos de todos los elementos opuestos a aquella identidad fundamental65.

En primer lugar resulta imprescindible revisar el mito de la complementariedad que "se refugió por un tiempo en la psicología de laboratorio, tan habilidosa en fabricar modelos cargados de prestigio científico, y proclamó que hombres y mujeres poseen cualidades psicológicas primarias completamente distintas y simétricas: las unas son típicas de los hombres, las otras características de las mujeres. El hombre poseería una inteligencia sintética, la mujer detallista; el hombre tendería a la abstracción, la mujer a la concreción; el hombre ambicionaría la fama, el prestigio, el poder, y la mujer la paz, la felicidad, la intimidad"66. La diferenciación psicológica, cognitiva y afectiva de los géneros es —a mi entender— el último refugio de aquella injustificada universalización cultural y social del dimorfismo sexual. Frente a los estudios empíricos que desde los años cuarenta destacaban una mayor facilidad de las mujeres para tareas verbales y de los varones para tareas matemáticas y visuoespaciales, los datos disponibles de modo creciente muestran que aquellas diferencias están disminuyendo en particular entre adolescentes67. De modo análogo son crecientes los estudios empíricos que muestran la similaridad de las dimensiones afectivas de mujeres y varones68.

Dos concepciones opuestas gravitan históricamente sobre esta cuestión. Por una parte, la del andrógino que se remonta al menos al Banquete de Platón y acentúa la relatividad de la dicotomía y el carácter borroso de sus límites, y otra la de la dualidad de personas, que radicaliza la división. La forma moderna de la tesis del andrógino está bien caracterizada por Jung y su identificación en todo ser humano de un elemento femenino (anima) y un elemento masculino (animus). Esta concepción aspira a dar razón de las oscilaciones de la orientación sexual, de la homosexualidad como fenómeno social, y de la variabilidad de las cualidades asociadas tradicionalmente a los estereotipos de varón y de mujer. Encuentra un cierto fundamento biológico en las diferencias de dotación hormonal de varones y mujeres, pues tienen en común unas mismas hormonas sexuales, variando sólo en su proporción69. La segunda concepción es la de quienes sostienen —como Julián Marías70 y Blanca Castilla71— que la condición sexuada se encuentra tan radicada en lo más íntimo del ser humano que "hay una sola naturaleza y dos personas diferentes": la persona masculina y la persona femenina. Para Marías "todos los atributos de la vida humana se encuentran, en dos versiones distintas, polarmente opuestas, en el varón y la mujer"72. Frente a la consideración de la metafísica escolástica del sexo como un accidente, esta perspectiva personalista entiende que la sexualidad afecta a todos los estratos de la persona hasta el punto que el sexo adquiere un carácter constitutivo de la persona, no sólo a un nivel psicológico, sino también metafísico. Si se considera que la condición sexuada pertenece radicalmente a la persona y afecta a su más profunda singularidad, puede concebirse entonces que la diferencia sexual "radica en el diverso modo de dar y recibir, en el modo —característico de cada uno— de amar y ser amado"73.

Una consecuencia inevitable de esta concepción es la distinción entre razón masculina y razón femenina como dos diferentes formas de razonar, puesto que la condición sexuada impregnaría la racionalidad del varón y de la mujer. Así para Marías la realidad se constituye en forma distinta para el varón y para la mujer, y la razón individual funciona "en dos formas rigurosamente distintas, masculina y femenina"74. Esta posición tradicional —en cuyo favor no se ha aportado hasta el momento ninguna evidencia empírica— parece verosímil porque se ajusta bien al estereotipo cultural vigente sobre ambos géneros que conforma nuestra experiencia personal, pero uno de los problemas que suscita un perspectivismo así es la imposibilidad de su prueba desde una posición no perspectivista75. Esto es, siempre cabría preguntar a Marías ¿y eso usted cómo lo sabe, pues si lo sabe como varón por qué va a ser aplicable a las mujeres? Esta idea de que la razón fundamenta la diferencia entre varones y mujeres —ha escrito Michèle Le Doeuff76— circula de contrabando desde hace dos siglos por encima de la diferencia sexual y por encima de la razón. "Pero la experiencia..." podría alguien replicar. La experiencia es precisamente lo que falta aquí. En defensa de Marías puede decirse que él mismo ha reconocido el carácter parcial e incompleto de sus observaciones77.

En segundo lugar, siguiendo a Susan Haack78, pienso que quienes sostienen una diferenciación sexual del conocimiento humano pervierten el fundamento mismo de la racionalidad y de la lógica: ni la lógica ni la racionalidad tienen sexo. El pensamiento humano no es una actividad privada, sino que tiene siempre un carácter solidario —y, en este sentido, público— como la verdad misma. Afirmar una lógica femenina o identificar un tipo femenino de razón vital, opuesta a o complementaria de la razón del varón, lleva implícita una capitidisminución de las mujeres y su unilateral subordinación a la racionalidad o al poder de los varones. Frente a las creencias populares que casi imperceptiblemente nutren nuestra racionalidad, para ganar una cabal comprensión del alcance de las diferencias entre mujeres y varones resulta indispensable reconocer abiertamente que no están marcadas sexualmente la abstracción, el cálculo, la inferencia o la deducción. Por esto, me parece más acertado radicar la diferenciación de rasgos psicológicos, cognitivos y afectivos en la diversa educación recibida y en cierta conformación corporal —sea individual, sea genérica—, que todavía requiere una detenida investigación científica. La cuestión clave estriba en la comprensión de la incidencia de las diferencias biológicas en la configuración de la subjetividad, sea en términos individuales y biográficos, sea en términos de unas peculiaridades genéricas masculina y femenina. No es la racionalidad el ámbito de la diferencia de los géneros, sino que, en todo caso, ésta se encuentra en la diferente vivencia de la condición sexuada.



4. La búsqueda de un nuevo lenguaje
El feminismo de la diferencia ha denunciado con acritud la sistemática confusión de las pautas masculinas con lo universal por parte de filósofos y científicos. "La objetividad científica del antropólogo —ha escrito Violi79— no es más que (...) la subjetividad masculina que ha escondido su carácter unilateral y particular para asumir la forma de un discurso general, universal". La razón de esta confusión se advierte de manera singular en el estudio del lenguaje y de la expresión en él de la diferencia sexual. De manera prácticamente unánime, quienes en las últimas décadas han estudiado la diferencia sexual en las diversas lenguas han descubierto no sólo que algunos rasgos de esas lenguas son sexistas, sino que a menudo ha sido también sexista la teorización que lingüistas, antropólogos y filósofos han desarrollado sobre esos fenómenos.

En cuanto a lo primero, un dato común a muchos idiomas es la absorción de lo femenino por parte de lo masculino cuando se desconoce el sexo del referente, que ha llevado a considerar habitualmente el término masculino como básico o genérico desde un punto de vista gramatical mientras que se ha atribuido a la forma femenina la condición de transformación derivada y secundaria. Se conocen unas pocas lenguas (masai, guajiro, iroqués) en las que el género femenino tiene esa función básica, pero en la inmensa mayoría es la forma masculina la preferida80. Cuestión diferente es determinar si esas supuestas formas genéricas o generales denotan por igual a varones y mujeres. De hecho, el supuesto status genérico de esos términos (el inglés "he/his", o el español "hombre") se está erosionando rápidamente, pues se comprueba una y otra vez que su empleo de hecho resulta sexista: la interpretación de estos términos genéricos por parte de los hablantes —tanto mujeres como varones— suele excluir habitualmente a las mujeres81.

De modo semejante, en los últimos años ha podido comprobarse con cierto detalle la perspectiva sexista de muchas de las crónicas de exploradores y misioneros desde el siglo XVI, así como de buena parte de los estudios llevados a cabo por antropólogos y dialectólogos en los dos últimos siglos. Los antropólogos han estudiado las lenguas como parte de la conducta de las culturas concretas que abordaban, mientras que los dialectólogos se centraron especialmente en las variedades dialectales de las lenguas europeas en zonas rurales para el estudio del cambio lingüístico. Los informes de los viajeros dieron noticia de contrastes léxicos, fonológicos y sintácticos entre las expresiones empleadas por mujeres y por varones en muchas culturas: palabras pronunciadas de forma distinta según el sexo del hablante, empleo de formas más arcaicas de la lengua o diferencias léxicas. Por ejemplo, en el japonés que distingue géneros también en la primera y segunda persona de los pronombres personales, los varones tienen a su disposición más formas personales para dirigirse a mujeres que éstas a varones lo que produce que las expresiones de las mujeres parezcan más educadas y formales82. No obstante, en ningún caso se ha comprobado la existencia de lenguas diferentes para varones y para mujeres, sino que todo hace pensar que los informes de los viajeros y los estudios de los antropólogos estaban polarizados en exceso hacia la variedad lingüística entre los géneros.

Los fenómenos de diferencias lingüísticas entre varones y mujeres fueron explicados por los antropólogos mediante la apelación a la noción de tabú o al contacto con otras lenguas, sea por invasión, sea por la costumbre de casarse fuera de la tribu83. Los estudios dialectológicos estuvieron muy a menudo abiertamente sesgados por la frecuente exclusión de las mujeres como informantes. Como ha estudiado Coates84, aunque muchos dialectólogos consideraban que las mujeres eran mejores informantes desde un punto de vista lingüístico por tener una movilidad social menor que los varones y ser por consiguiente más conservadoras, de hecho descartaron en muchos casos encuestarlas por motivos extralingüísticos. Afirman algunos que las mujeres están demasiado ocupadas o son muy tímidas para hablar delante de un investigador forastero, o incluso en algún caso se excluye directamente a las mujeres por criterios sexistas. Baste citar como ejemplo geográficamente próximo los motivos con que justifica Antoni Griera el haber prescindido de encuestar a mujeres en la preparación del Atlas Lingüístico de Cataluña: "Las razones que me obligaron son: la imposibilidad de guardar atención durante un largo interrogatorio de algunos días; el tener conocimientos de las cosas, en general, más limitados que los hombres y, sobre todo, la falta de fijeza de ideas que se traduce en una denominación imprecisa de las cosas"85.

En las últimas décadas las investigaciones sociolingüísticas han ganado notablemente en sensibilidad a este respecto, en parte probablemente por la gran participación de mujeres como investigadoras en esta área. Según Angel López, "todos los estudios sociolingüísticos llevados a cabo en distintos países del mundo en los últimos veinte años coinciden en observar que el habla de las mujeres es cualitativamente mejor que la de los hombres: ya se trate del español de Bahía Blanca, del inglés de Norwich, o de una situación lingüística inserta en modelos culturales completamente alejados del nuestro, como es la de los indígenas siberianos chukchees, lo cierto es que en iguales condiciones de edad, clase social y nivel educativo, las mujeres tienen un vocabulario más rico, una sintaxis más completa y una pronunciación más cuidada que sus compañeros varones"86. Además, de forma creciente se viene reconociendo que la reflexión teórica sobre esos fenómenos no ha sido consciente de la unilateralidad de la perspectiva masculina que ha llevado a otorgar a veces una primacía o un carácter universal a los elementos masculinos en detrimento de los femeninos. "El lenguaje —afirma Patrizia Violi87— no es neutro, no sólo porque quien habla deja en su discurso huellas de su propia enunciación, revelando así su presencia subjetiva, sino también porque la lengua inscribe y simboliza en el interior de su misma estructura la diferencia sexual, de forma ya jerarquizada y orientada". Efectivamente concebir el lenguaje como un simple instrumento neutro llevaría a desatender o desnaturalizar algunos de sus rasgos más característicos como medio de expresión de una subjetividad, de comunicación entre personas concretas, de conservación de un legado cultural y de unos usos y tradiciones que el hablante considera propios y constitutivos de su identidad. En este sentido, resulta más fecundo heurísticamente concebir el lenguaje como una conducta intrínsecamente humana que, por así decir, refleja "mejor que nada lo que de verdad está en nosotros"88.

La distinción que se acaba de esbozar tiene una importancia capital para la comprensión de la complejidad e imbricación de las diversas dimensiones del lenguaje. Si el lenguaje es entendido como una conducta típicamente humana, incluye por consiguiente tanto segmentos racionales como otros no estrictamente reducibles a la racionalidad y a la lógica. Frente a quienes en la tradición cientista de los siglos XIX y XX dieron prioridad a la consideración del lenguaje como vehículo del pensamiento y humus de la racionalidad, se alza en estos últimos años un análisis mucho más rico de la situación lingüística completa, y por tanto del papel efectivo del sujeto y del contexto, que a menudo habían sido pasados por alto89. En ocasiones, este proceso que se advierte con carácter general tanto en la lingüística como en la filosofía del lenguaje contemporáneas es entendido como un proceso de signo feminista90. Así se ha propuesto la introducción del sujeto femenino en la teoría lingüística de forma que permita articular en su interior la diferencia sexual: de lo que se trata es de "volver a introducir la dimensión sexuada y psíquica en el sujeto de la enunciación" para conectar las expresiones lingüísticas con los procesos globales de sentido que han configurado la posición del sujeto en relación con el lenguaje91.

Puede parecer obvio que el lenguaje refleja las actitudes sexistas de una sociedad, "la visión sesgada de la mujer como un ser inferior y más cargado de connotaciones negativas que su congénere del otro sexo", pero en cambio —como ha advertido Violeta Demonte92— resulta mucho más difícil probar en qué grado el lenguaje en sí mismo, en su estructura gramatical o en ciertas opciones y configuraciones léxicas o fonológicas está sexistamente condicionado. En los últimos años muchas investigaciones sociolingüísticas han centrado su atención en esta cuestión y, aunque hasta el momento no se ha llegado a alcanzar un marco común unitario que integre los resultados obtenidos, no parece que haya diferencias sistemáticas en el uso de variables estrictamente lingüísticas entre varones y mujeres, ni en general93, ni en el castellano94.

En cambio, sí que de forma creciente se dispone de datos precisos acerca de las diferencias sociales sobre el uso del lenguaje. En la literatura científica al respecto pueden distinguirse dos perspectivas principales. La primera sostiene que las mujeres emplean el lenguaje de manera diferente a los varones, sea porque utilizan un estilo más indirecto, de interrogaciones en lugar de afirmaciones directas y rotundas95, sea porque las mujeres muestran una mayor preocupación o atención por su interlocutor96. En el primer caso se reconoce en las mujeres un estilo de comunicación más inseguro o tentativo que el de los varones y a menudo más educado y formal; en el segundo, se interpreta que varones y mujeres difieren en el propósito o finalidad de su discurso: mientras que las mujeres operarían más a un nivel socio-emocional y afectivo, los varones lo harían en un nivel más orientado hacia las tareas que llevan a cabo, y esta diversidad es la que se reflejaría en las diferencias lingüísticas entre ambos géneros. Esta primera perspectiva defiende, por tanto, la existencia de unas pautas de discurso más comunes entre las mujeres que entre los varones, no sólo relativas al léxico sino también a la preferencia de procesos de comunicación y estrategias sintácticas que pondrían de manifiesto una conexión básica entre los fenómenos lingüísticos y el género socio-psicológico97.

Una segunda perspectiva sobre la relación entre género y lenguaje difiere radicalmente de esta primera en el sentido de que centra su atención en las diferencias de status y poder entre los hablantes más que en la diferencia de género. Un buen número de investigaciones en esta dirección sugiere que quienes poseen más poder —o son percibidos como tales por sus interlocutores— emplean el lenguaje de modo diferente a quienes carecen de tal status. Así interpretan que la influencia de las diferencias de poder en el uso del lenguaje ha sido enmascarada como diferencias de género a causa del limitado poder que las mujeres han tenido usualmente en nuestra sociedad incluso a nivel interpersonal98. En este sentido, el rasgo detectado habitualmente de que en las conversaciones mixtas "los varones desplazan a las mujeres hacia afuera del espacio de la conversación, toman turnos más largos (...) e interrumpen el sistema de intervenciones"99, ilustra bien estas diferencias de poder y estilos. En contraste, en grupos del mismo sexo el nivel de interrupciones es relativamente bajo y similar para varones y mujeres100. De modo análogo, cuando en las conversaciones mixtas se elimina la regla de "hablar de uno en uno" y pueden hablar varias personas a la vez, la participación de las mujeres —si hay un buen conocimiento mutuo— iguala a la de los varones y las pautas lingüísticas que emplean no son sensiblemente diferentes.

Los estudios comparados sobre conversaciones sólo de chicos o sólo de chicas sugieren dos modelos normalmente diferentes de conversación. Mientras los chicos tienden a usar el lenguaje para crear y mantener jerarquías de dominación, las chicas tienden más a crear vínculos horizontales y establecer alianzas101. Esta identificación de unos diferentes estilos conversacionales, más competitivo en los varones, más cooperativo en las mujeres, puede dar alguna luz sobre la creencia popular de que las mujeres hablan más que los varones y de temas de menor importancia. De modo general, los estudios sobre la relevancia del género en la interacción conversacional parecen avalar dos estilos relativamente diferenciados en nuestra cultura: las mujeres parecen estar más atentas a la dimensión social de sus intervenciones, mientras que los varones parecen más interesados en su afirmación personal.

De otra parte, los rasgos que caracterizan el "registro femenino" y el "registro masculino" de cada lengua incorporan en su utilización los estereotipos del género de la cultura correspondiente. Si en una cultura los estereotipos históricos y sociales de "varón" y "mujer" son sexistas el empleo de esos registros será, de ordinario, también sexista. "Nuestro pensamiento y nuestro lenguaje —escribía Victoria Camps102— ha sido hecho por hombres a su imagen y necesidades, sin duda. No es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje y escoger otro, porque no hay otro, ése es también el nuestro". Una afirmación general de este tenor —frecuente entre las mujeres al menos desde Simone de Beauvoir— no puede mostrar las razones en que se apoya más allá de una vaga remisión a la obsoleta concepción del lenguaje como superestructura simbólica que expresa la estructura de dominación de las mujeres por los varones. Pero en realidad, las palabras no son simple reflejo de una estructura opresora. En nuestro uso lingüístico se imbrican estrechamente tanto nuestro mundo como nuestro pensamiento, y en ellos toda la tradición de nuestra cultura, la enciclopedia de interpretaciones a las que nuestras palabras remiten independientemente de nuestra voluntad. A mi juicio, siguiendo a Gatens103, la tesis de que el lenguaje ha sido hecho por varones es apelar a una teoría de la conspiración que sobrevalora su poder y su capacidad de percatarse del valor dominador del lenguaje. Por el contrario, el análisis de la enseñanza casi universal de las lenguas por parte de mujeres a niños y niñas muestra la complejidad del fenómeno y por tanto la insuficiencia explicativa de una tesis tan simplista104.

Violeta Demonte ha esbozado lo difícil que resulta precisar los límites y relaciones entre el sexismo social —la desigualdad en razón del sexo en una sociedad determinada— y el sexismo lingüístico, las distinciones que un lenguaje establece entre varones y mujeres de forma y en una medida excesiva, de ordinario en desventaja para las mujeres105. Su conclusión es también que hay pocos casos en que la mera inspección del sistema lingüístico revele desigualdades de género en el contexto no lingüístico. Por el contrario, la existencia de muy numerosos datos de variaciones lingüísticas relacionadas de alguna manera con las diferencias de sexo y género, llevan a avalar más bien la hipótesis de una relación débil lenguaje-sexo106. La afirmación de un relación débil entre sexo y lenguaje implica el rechazo de una relación causal directa entre el sexismo social y el sexismo lingüístico. Una determinada situación, sea o no en sí misma sexista, puede ser descrita de modo sexista o de modo no sexista107. Por ejemplo, la afirmación en una crónica periodística de que en una actividad determinada "había unas tres mil personas, entre ellas muchas mujeres" describe de forma sexista una situación que de suyo no parece sexista, mientras que la afirmación de que "en el curso 1993-94 estaban matriculados en 1º de Medicina 45 estudiantes de Navarra, 30 mujeres y 15 varones" describe de manera no sexista un hecho que parece sexista.

La afirmación de una relación débil entre sexo y lenguaje implica también el rechazo de la tesis, defendida vigorosamente por el feminismo francés (Cixous, Irigaray, Kristeva) del lenguaje de mujeres o de la escritura femenina, de que las mujeres hayan de hablar o de escribir por alguna razón intrínseca de manera distinta que los varones108. Para comprender bien el sentido de esta posición exacerbada ha de advertirse su carácter reactivo, de rebelión contra las prácticas lingüísticas sexistas. "La liberación de las mujeres pasa por el lenguaje", ha escrito Hélène Cixous. Mientras en las sociedades patriarcales las mujeres no eran productoras de signos, sino sólo signos que los varones se intercambiaban, ahora la tarea capital para la liberación de la mujer es que ellas tomen la palabra, forjen nuevas imágenes de sí mismas y de los demás, y lleguen a construir un espacio simbólico propio, de forma que se conviertan en sujetos creadores de cultura y, por tanto, capaces de modificar radicalmente el sistema machista de relación entre lo sexos109. La adopción de esta perspectiva lleva consigo "la liberación sexual, condición necesaria para el afianzamiento de la diferencia sexual", lo que implica el cambio de las leyes lingüísticas relativas a los géneros para explicitar siempre la diferencia sexual110: "neutralizar el género gramatical supondría abolir la diferencia entre las subjetividades sexuadas"111. Esta enfatización de la modalización sexual del sujeto lingüístico puede ser entendida como un eco de la pansexualización contemporánea de la persona y la actividad humana que no hace justicia ni a la efectiva comunicación de varones y mujeres ni a la irrelevancia de la condición sexuada en la mayor parte de las actividades de muy diverso tipo que desarrollamos los seres humanos.

Una segunda estrategia contra el sexismo lingüístico es la que aspira a elaborar un lenguaje andrógino, un nuevo lenguaje libre tanto de los defectos masculinos como de los femeninos112. Una variante más realista de esta segunda estrategia limita su aspiración a la eliminación de las diferencias en todas aquellas áreas del lenguaje para las que el sexo sea irrelevante, y en la introducción de la diferencia, en especial, de la mención expresa de las mujeres en todos aquellos ámbitos lingüísticos en los que suelen ser ocultadas o silenciadas bajo el masculino genérico. Para optar por esta estrategia, es preciso, por una parte, desmontar decididamente el mito del carácter patriarcal o machista del lenguaje, que en lugar de una clave explicativa del sexismo lingüístico se ha convertido en una pantalla que impide la purificación de los elementos sexistas que subsisten en nuestra lengua como consecuencia de siglos de prácticas sociales discriminatorias, pero, por otra, es preciso también no ceder a las pretensiones de quienes tienden a sobredimensionar —quizá con finalidades manipuladoras o de cuotas de poder— las diferencias entre mujeres y varones.

Para la lengua castellana Alvaro G. Meseguer113 ha desarrollado un minucioso y meritorio estudio de las diferencias entre los géneros, aunque quizá incurriendo en ocasiones en alguna de la simplificaciones teóricas que en estas páginas se han denunciado. A su último libro remito a quien quiera conocer con detalle los principales rasgos sexistas que subsisten en nuestra lengua en 1994. De modo muy resumido, algunos de los rasgos sexistas de los que queda huella todavía en la última edición del Diccionario de la Real Academia Española (1992) son:

a) androcentrismo u óptica de varón —y por consiguiente injustificable asimetría— en algunas definiciones: por ejemplo, "caballero" se define como "persona de alguna consideración o de buen porte", mientras que "dama" es "mujer noble o de calidad distinguida" y "señora" es "mujer del señor"114.

b) empleo de estereotipos minusvalorizadores de las mujeres, asociados a menudo a valores o virtudes del género que presentan a las mujeres como inferiores a los varones. Así, en la definición de "más" el Diccionario mantiene como ejemplo las frases "Antonio es el más apreciable de mis amigos; Matilde es la más hacendosa de mis hermanas", o en la definición de "precioso" se ofrece como ejemplo "Esta mujer es preciosa, este niño es precioso" incurriendo en el doble sexismo de asociar "mujer" con "hermosura" y emparejarla con los niños115.

c) limitación al género masculino en la definición en el Diccionario de algunas profesiones: no aparecen ni "magistrada", ni "sepulturera", ni "subinspectora" ni otras 303 voces de características similares116.

Como el lenguaje es mímesis de las cosas según nuestro conocimiento de ellas, los defectos en nuestro conocimiento han quedado cristalizados no sólo en las definiciones y ejemplos del Diccionario, sino sobre todo en nuestro uso de las palabras en la vida ordinaria hasta el punto de que dificultan a menudo el reconocimiento de la auténtica naturaleza de las cosas. Por eso, la estrategia que aquí se propone no es la creación de una neolengua orwelliana neutra e indiferenciada, que por su inhumanidad estaría abocada al fracaso, sino más bien la paulatina eliminación de los elementos sexistas en el lenguaje y en la vida conforme crece nuestra conciencia de aquella discriminación. La corrección del lenguaje para eliminar sus elementos sexistas no afecta de inmediato a los estereotipos culturales sexistas, pero cabe esperar que a medio plazo ayudará decisivamente a transformarlos117. Como escribió el filósofo americano Charles S. Peirce "los símbolos crecen. Llegan a existir por crecimiento de otros signos (...). Pensamos sólo con signos (...) por tanto sólo puede surgir un nuevo símbolo a partir de otros símbolos. Omne symbolum de symbolo. Un símbolo, una vez surgido, se difunde entre las gentes. Su significación crece con el uso y con la experiencia"118.

En esta perspectiva pragmática, la forja de un lenguaje no sexista puede encontrar algunas de sus principales líneas de fuerza en pautas del tenor siguiente:

a) la indiferencia sexual de muchos campos semánticos o áreas de la actividad lingüística en las que resulta irrelevante la condición sexuada de las personas, y por consiguiente la tendencia a eliminar la asociación a un sexo de las actividades profesionales.

b) la lucha contra la ocultación de las mujeres bajo el supuesto carácter genérico de términos como "el hombre", "los alumnos", "los filósofos", que llevan a considerar a las mujeres como un caso aparte o un grupo específico, mediante su oportuna identificación por géneros ("varones y mujeres", "los alumnos y las alumnas") o mediante paráfrasis neutras ("quienes se dedican a la filosofía", etc.).

c) la superación de la óptica androcéntrica, que se refleja en los tratamientos de cortesía no simétricos, o en la suposición habitual de que quienes escuchan o leen son varones. En caso de duda, la opción positiva en favor del uso genérico de los femeninos: "las personas", "las estrellas de cine" o incluso para contrarrestar la ocultación tradicional de las mujeres: "las lectoras", "las oyentes", etc.

d) la eliminación del empleo de diminutivos que no se usarían para varones: "María es la más guapita de la clase", "Antonio y Juanita vendrán a cenar".

La búsqueda de un lenguaje no sexista mediante estas pautas u otras análogas parte de la identificación de los elementos discriminatorios que todavía existen en la lengua castellana, con la pretensión de proporcionar alternativas que eviten la perpetuación de la injusta discriminación en razón del sexo, pero sobre todo aspira a poder expresar mejor la verdad de la diferencia sexual y la igual dignidad. El progresivo crecimiento en la comprensión de la condición humana y la penosa experiencia histórica de su degradación tienen, a mi entender, como benéfica consecuencia el desarrollo en nuestro tiempo de esta aspiración generalizada a que los símbolos en que las diversas lenguas expresan la diferencia sexual muestren efectivamente la esencial igualdad de mujeres y varones: así la igualdad y la diferencia reflejarán su común humanidad y su creadora desemejanza.





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Notas
1. Agradezco vivamente la invitación de Humanitas a colaborar en la revista. En particular agradezco a la Prof. Susana Maidana su invitación a impartir un curso doctoral en Tucumán en septiembre de 1998 y a todas las personas que en aquellos días maravillosos pude conocer. El presente trabajo formó parte de un proyecto de investigación sobre "La sexualidad en el pensamiento contemporáneo", coordinado por el Prof. Jorge Vicente Arregui, cuyos resultados no han podido ver hasta ahora la luz. Por sus observaciones y sugerencias a los borradores de este trabajo debo especial gratitud a Magda Bosch, Blanca Castilla, María Cerezo, María García-Amilburu, Higinio Marín, Natalia López Moratalla, Eulalia Nubiola, Ana Mª Romero, Mª Victoria Romero, Beatriz Sierra, Gloria Solé, Jorge Vicente y Marta Torregrosa. Algunos fragmentos de este trabajo han sido anticipados en mis artículos "Emancipación, magnanimidad y mujeres", Anuario Filosófico, 1994 (27), 641-654 y "Esencialismos y diferencia sexual", Nueva Revista, 1997 (49), 63-69.

2. G. Perissinotto, "Spanish hombre: Generic or Specific?", Hispania, 1983 (66), 581-592; A. G. Meseguer, ¿Es sexista la lengua española? Una investigación sobre el género gramatical, Barcelona, Paidós, 1994, 45-50.

3. V. Camps, Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990, 145.

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7. Ibid, 107-108.

8. Ibid, 51.

9. Ibid, 66.

10. Ibid, 52.

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18. E. Badinter, 40.

19. Ibid, 40.

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36. Estoy en deuda con Susan Haack por su firmeza y claridad en esta controvertida cuestión.

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65. El análisis de Juan Pablo II en la encíclica Mulieris dignitatem es una buena muestra de esta actitud, defendiendo una completa reinterpretación de los textos paulinos comúnmente empleados en favor de la "capitalidad del varón": "El desafío del ethos de la redención es claro y definitivo: Todas las razones en favor de la sumisión de la mujer al hombre en el matrimonio han de interpretarse en el sentido de una recíproca sumisión de ambos en el 'temor de Cristo'" (Dignidad y vocación de la mujer. Carta apostólica "Mulieris dignitatem", Madrid, BAC, 1988, 78). Juan Pablo II propugna para la relación matrimonial una sumisión o subordinación recíproca, que difiere de la complementariedad tradicional. La complementariedad ha sido entendida de ordinario "jerárquicamente", esto es, como capitalidad del varón y consiguiente subordinación unilateral de la mujer. El carácter recíproco de la relación mutua —ésta es la "novedad evangélica" de la diferencia sexual— expresa bien, quizá incluso con mayor riqueza, la simetría defendida por el feminismo de la igualdad.

66. J. B. Torelló, 214.

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114. A. G. Meseguer, ¿Es sexista?, 61-62.

115. A. G. Meseguer, "Género y sexo en el nuevo Diccionario de la Real Academia", Política Científica, 1993 (37), 54.

116. Ibid, 55.

117. D. Prentice, "Do Language Reforms Change Our Way of Thinking?", Journal of Language and Social Psychology, 1994 (13), 3-19.

118. C. S. Peirce, Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1936-58, 2.302.