19.10.07

EL CUERPO Y SUS METÁFORAS

Jesús Pons

(Universitat de València)

jponsd@msn.com

El cuerpo es mi peso, podríamos decir parafraseando a San Agustín. Me acompaña a todas partes y no puedo desprenderme de él, me pesa continuamente (mucho o poco), pero lo cierto es que lo siento a cada momento; unas veces ligero y otras como una carga que me aplasta y que me oprime, el cuerpo siempre está presente donde yo estoy, incluso en el momento de nuestra muerte estamos de cuerpo presente. Podemos hablar de un cuerpo-en-perspectiva que se encuentra siempre situado e «instalado» en un espacio y un tiempo determinados. Pero sería una de las innumerables formas de designar a esa realidad corporal que nos constituye y que parece escapar a todo intento de definición sobre su naturaleza. ¿Somos un cuerpo o simplemente tenemos un cuerpo? ¿Y qué decir de la carne?

El objetivo de nuestra comunicación consiste en el intento de abordar algunas de las metáforas que han caracterizado al cuerpo en Occidente, pero desatendiendo las figuras tópicas de dicha tradición que se iniciaría con Platón (el gran «despreciador del cuerpo») y que tal vez culminaría en Descartes. En efecto, con las consideración platónica del cuerpo (soma) como una tumba (sema) y la idea de que el alma permanece prisionera del cuerpo se inicia en Occidente una tajante distinción entre cuerpo/alma que Descartes se encargará de mantener para la Modernidad. Pero nuestro interés se encamina por un sendero totalmente diferente en el que aparece como categorías centrales los conceptos de «biopolítica» junto con la noción de «poder disciplinario» tal y como es entendida por Michel Foucault. Ahora bien, en nuestro análisis adquirirá una presencia esencial el pensamiento de Agamben en torno al concepto de «nuda vida».

Las metáforas a las que prestaremos atención son dos: la del «cuerpo-máquina» y la que podríamos denominar «a(bando)no del cuerpo» –una designación inspirada en el análisis de la «nuda vida» que realiza Agamben y de la idea de bando de J.-L. Nancy que el propio pensador italiano hace suya en su libro Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. En su momento trataremos de explicar el significado del término mencionado y las razones para forzar el lenguaje y recuperar el significado de un término caído en desuso.

I

El primer con-tacto con un cuerpo humano siempre se establece intentando mantener cierta distancia, es decir, buscando no romper la barrera que nos separa del prójimo, de ahí que sea necesario tener cierto tacto a la hora de tocar otra piel, otro cuerpo, otra carne. Sentimos que el cuerpo es frágil (y la carne débil) y que puede estremecerse con un simple roce de unos dedos sobre el cuello de una dama o romperse al menor contacto –tal y como pensaba el Licenciado Vidriera en la novela cervantina. Son innumerables las posibilidades de contacto que el cuerpo humano ofrece: se le puede acariciar, tocar, palpar, estrechar, rozar, oprimir, sujetar, pero también se le puede morder, golpear, maltratar o torturar. En definitiva, el cuerpo humano se puede «domesticar» y «adiestrar», pues, como pretendemos mostrar siguiendo a Foucault, el cuerpo se encuentra sumergido dentro de lo político, esto es, dentro de unas relaciones de poder: «...que lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio...»1. En efecto, desde comienzos del XVII se desarrolla lo que Foucault denomina «disciplinas» y que se caracterizaban por «...un control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad...El momento histórico de la disciplina es el momento en que nace un arte del cuerpo humano...El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone...La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles»2.

¿Y qué es un «cuerpo dócil», podríamos preguntarnos? La respuesta nos la proporciona el propio Foucault: «Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado...»3.

El cuerpo, después de lo dicho, se nos muestra como un territorio por explorar y recorrer, esto es, como una superficie-pliegue repleta de recovecos y asperezas que hay que pulir. Dicho de otra manera, el cuerpo es concebido exactamente como una «máquina» a la que hay que poner en funcionamiento y controlar hasta el más mínimo detalle, de ahí la necesidad de manipular, desarticular, recomponer, utilizar y someter el cuerpo a múltiples funciones. El cuerpo es algo que tiene que ser adiestrado, modificado, transformado; en definitiva, alterado. ¿Mediante qué dispositivos o mecanismos se puede lograr dicha transformación? La respuesta es sencilla: a través de la prisión, la escuela, el hospital, el ejército o el deporte. En efecto, mediante todas estas parcelas, el cuerpo aparece continuamente «mejorado» pero también «desfigurado», «torturado» o «distorsionado». Piénsese en el caso de los «cuerpos anoréxicos» de millones de mujeres que acaban sucumbiendo a la tiranía de la belleza o aquellas otras que someten sus cuerpos a la transformación más radical: la cirugía.

En efecto, actualmente estamos ante un auténtico fenómeno sociológico y psicológico, pues cada vez hay más mujeres (y hombres) que voluntariamente deciden someterse a una operación en la que se altera radicalmente sus cuerpos hasta el punto de que pueden calificarse de «cuerpos grotescos» y cuya característica principal reside en ser cuerpos inacabados, imperfectos; por tanto, son cuerpos que siempre pueden ser re- tocados una y otra vez. Por último, nos encontraríamos con el «cuerpo atlético» (nuevo icono de nuestro tiempo) que siempre está sometido a un estricto control médico y a una fuerte disciplina y donde todo exceso se paga. No podemos detenernos en analizar estos aspectos, pero sirvan estas consideraciones como una ejemplificación de la «docilidad el cuerpo».

Resulta evidente, pues, que para poder esclarecer adecuadamente la problemática que pretendemos tratar, será imprescindible mostrar la conexión entre cuerpo y poder soberano desde la perspectiva de Foucault, pero incorporando las aportaciones de Agamben.

II

Lo primero que tenemos que tener presente es que para Foucault el poder está estrictamente relacionado con el cuerpo; de hecho, de lo que se trata en última instancia es del análisis de la conexión entre «poder político» y el «cuerpo» a través de las dos grandes «tecnologías del cuerpo»: la del «cuerpo-máquina» y la del «cuerpo-especie» (irrupción de la biopolítica) desde el horizonte de la teoría clásica del soberano en la cual aparecía el derecho de «hace morir» y «deja vivir».

Puede afirmarse con total claridad que el poder es ante todo «físico» y esto significa que el asunto del poder no es otro que el «cuerpo»4, pues en última instancia, tal y como nos dice Foucuault: «...el poder nos obliga a producir la verdad, dado que la exige y la necesita para funcionar; tenemos que decir la verdad, estamos condenados a confesar la verdad o a encontrarla. El poder no cesa de cuestionar, de cuestionarnos; no cesa de investigar...Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a cumplir tareas, destinados a cierta manera de vivir o a cierta manera de morir...uno de los efectos primeros del poder es precisamente hacer que un cuerpo, unos gestos, unos discursos, unos deseos, se identifiquen y constituyan como individuos..»5 (Subrayados nuestros).

Es momento de comentar uno de los aspectos que aparecen remarcados en el texto tratado y que enlazan con lo anunciado anteriormente, a saber: la necesidad de abordar la relación entre el poder y el cuerpo analizando el derecho de «hacer morir» y «dejar morir» tal y como Foucault lo desarrolla en varios libros.

El primer punto a considerar es que, para el pensador francés, uno de los aspectos centrales del siglo XIX reside en la introducción de la vida dentro de la política, esto es, en el interés por parte de la política por todos aquellos aspectos relacionados con la vida en su sentido biológico; por tanto, tomar conciencia de que el poder se dirige al ser humano en tanto que ser viviente. Pues bien, para poder comprender adecuadamente este proceso considera Foucault que es necesario hablar del derecho de vida y de muerte que poseía el soberano desde el punto de vista de la teoría clásica de la soberanía. En efecto, hablar de que el soberano poseía derecho de vida y de muerte significaba que podía «hacer morir y dejar vivir», es decir, que el soberano está ejerciendo un derecho sobre la vida desde el momento mismo que puede matar. No se trata de que el soberano posea derecho de hacer morir o hacer vivir, sino que dicho derecho es el de «hacer morir o dejar morir». Lo relevante es que dicho derecho se produce de un modo desequilibrado y aparece una clara disimetría6. Ahora bien, si esto que surge en el siglo XVII según Foucault consiste precisamente en tratar al cuerpo como máquina, esto es, en considerar al cuerpo dentro de lo que el pensador francés denomina «poder disciplinario», en el siglo XVIII lo que aparece es: «...el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los proceso biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población. Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida»7. Pues bien, pensamos que el surgimiento de la biopolítica es lo que permite entender perfectamente el cambio que se produce en el siglo XIX consistente en modificar, alterar o ampliar la relación anteriormente mencionada: de lo que se trata es de un nuevo derecho, de un nuevo poder caracterizado en lo siguiente: «poder de “hacer” vivir y “dejar” morir»8.

A nuestro juicio, ahora estamos en condiciones de introducir la problemática de Agamben sobre el concepto de «nuda vida» y la distinción entre zoé/bios y su vinculación con el análisis foucaultiano.

III

Creemos preciso aclarar el sentido del término inspirado en los análisis de Agamben. Para ello abordaremos el significado del vocablo «bando» en castellano y sus diversos matices. Conviene precisar que en la actualidad el término ha perdido el significado que nos interesa, de ahí la necesidad de recurrir a otro vocablo que pudiera «contener en su interior» la palabra y su significado. Dicha palabra es a(bando)no. En efecto, el sustantivo bando contiene dos sentidos fundamentales: 1) incluyente, referido a un mandato, orden o proclama dirigida a un grupo para mantener un orden jurídico determinado ya establecido; de ahí vendría la bandera como algo que incluye o identifica a un grupo frente a otros. 2) Un sentido excluyente que es el que precisamente nos interesa y que se ha perdido en la actualidad, de tal forma que la única palabra que se aproximaría al significado que nos interesa es la de abandono. Pues bien, el bando en su sentido excluyente haría referencia a todo aquello que permanece marginado, excluido, apartado, expulsado o silenciado tal y como lo muestran algunas locuciones en francés e italiano y cuya traducción al castellano sería «poner en bando»9. Resulta evidente que, a la hora de decantarnos por una expresión, preferimos forzar el lenguaje y apostar por el término «a(bando)no» para designar todos aquellos cuerpos que por una u otras razones quedan apartados, silenciados, excluidos y rechazados de las sociedad o simplemente olvidados. Creemos que un cuerpo en tales condiciones refleja con mayor intensidad lo que Agamben pretende designar con la noción de «nuda vida». En efecto, hablar de «cuerpos a(bando)nados» supone prestar una mayor atención al componente de exclusión, separación y rechazo a los que se ven sometidos dichos cuerpos y esto significa, en última instancia, que nos encontramos en una zona de «indeterminación» o «indiferenciación» en la que no hay posibilidad de distinguir entre lo que está fuera y dentro de la ley, como sucede claramente con el campo de Guantánamo y la situación de los presos que se encuentran literalmente «a(bando)nados» y torturados. Son conocidas las tesis de Agamben respecto a este tema y no entraremos a comentarlas en detalle; sin embargo, quisiéramos mencionar brevemente las siguientes palabras que muestran lo que a nuestro juicio ocurre con los «cuerpos a(bando) nados» y que afecta directamente a la inclusión de la vida en lo político: «Una de las características esenciales de la biopolítica moderna (que llegará en nuestro siglo a la exasperación) es su necesidad de volver a definir en cada momento el umbral que articula y separa lo que está dentro y lo que está fuera de la vida»10 (Subrayados nuestros).

Pues bien, consideramos que algo similar sucede en la actualidad con el cuerpo, en la medida en que la biopolítica transforma y modifica los cuerpos decidiendo lo que puede considerarse como cuerpo y lo que no, esto es, diciendo lo que puede ser bueno o malo para el cuerpo. En este sentido, surgen toda una serie de mecanismos que nos previenen para estar siempre en forma, tener una dieta equilibrada y así poder disponer siempre de un cuerpo sano y plenamente saludable que nos permita vivir muchos años. Pero también puede hablarse de «cuerpos envejecidos» o incluso «cuerpos moribundos» como contraposición a los cuerpos sanos. Esto sería uno de los ejes en los que se mueve la biopolítica moderna; sin embargo, nuestro interés está dirigido precisamente hacía otra vertiente en la que el dolor y su relación con el cuerpo se convierte en el eje principal y donde se decide sobre la vida de dicho cuerpo, en función del dolor o del sufrimiento que se esté dispuesto a soportar y en función del lugar o espacio que se ocupe. Nos referimos al tema de la tortura. En efecto, la tortura establece una división, traza una línea o una frontera entre amigos/enemigos (por utilizar la distinción de Schmitt) o entre salvajes y civilizados, bárbaros y ciudadanos. En definitiva, establece una separación entre «seres humanos» y aquellos que no lo son (animales). La tortura transforma al ser humano, lo deja desnudo y desamparado, sin protección alguna e indefenso. La persona torturada se convierte en un simple organismo, en mero cuerpo o carne viva que queda a(bando)nada y expuesta a ser golpeada y manipulada por el torturador. En última instancia, la tortura se convierte en un instrumento de poder y dominación del cuerpo, ya que a través de la violencia el torturador se apodera del cuerpo torturado hasta el punto de controlarlo: el dolor se convierte en la expresión de ese poder y en la manifestación del sufrimiento. Es algo que puede ser aumentado y disminuido a voluntad del verdugo y el cuerpo del torturado sólo puede asistir impasible a los quejidos de su cuerpo. Y no siempre esto es posible, pues también el torturador puede acallar los lamentos de su víctima. Lo más terrorífico de la tortura es que el propio cuerpo termina por transformarse en el peor enemigo. Se establece una lucha desesperada con el propio cuerpo que está condenada al fracaso, pues es imposible escapar al dolor que se siente. En ocasiones, cuando el cuerpo ya está cansado de resistir y el dolor se vuelve insoportable, la única salida es la pérdida del sentido y el abandono final de las fuerzas. Ahora bien, después de lo dicho creemos que es momento de plantear la siguiente pregunta: ¿cuál es la finalidad de la tortura, qué es lo que persigue y contra quién está dirigida? Información, conocimiento y saber es lo que en principio se pretende obtener mediante la tortura: la confesión de un crimen, de un atentado, la posesión de armamento nuclear, etc...Y a priori la tortura sólo se ejerce a aquellos que no disfrutan del rango de «ciudadanos» con dignidad y una serie de derechos o bien los que han sido despojados de tales derechos por ser sospechosos de algo que nunca se llega explicar. Pero, en algunos momentos y bajo regímenes no democráticos, todo ciudadano en determinadas condiciones podría ser torturado o encarcelado: nadie estaría a salvo. Esta situación ha sido tratada de manera magistral en novelas como El proceso o 1984. Tanto Kafka como Orwell supieron vislumbrar lo que se escondía tras la maquinaría de los sistemas totalitarios y otros que en apariencia no lo eran tanto y que posteriormente resultaron devastadores. Nuestra intención no es insinuar que algo similar esté sucediendo en la actualidad, simplemente señalamos la importancia de prestar atención a determinados fenómenos que guardan cierta relación con hechos sucedidos no hace mucho tiempo. En este sentido, nos desmarcamos de la polémica afirmación de Agamben –siguiendo a Benjamín– según la cual: «el estado de excepción se ha convertido en regla» y por tanto, que todo se ha convertido en «campo de concentración». El problema de una afirmación así es que parece olvidar que si efectivamente todo se ha convertido en campo y todo es barbarie, entonces no habría ningún lugar desde el cual tomar conciencia de dicha barbarie11. Criticar el «campo como paradigma de lo político» supone un exterior desde el que poder juzgar, de la misma manera que sólo un cuerpo que no esté a(bando)nado puede hablar desde fuera para referirse a los cuerpos que permanecen prisioneros, marginados, excluidos o rechazados. Esta ha sido precisamente nuestra única pretensión, el intento de dar voz a unos cuerpos silenciados y apagados que merecen ser escuchados.



1 Foucault, M., Vigilar y castigar, F. C. E., México, 2000, 32 p.

2 Íbid, 141 p.

3 Ibid.

4 Foucault, M., El poder psiquiátrico, Akal, Madrid, 2005, 25 p.

5 Foucault, M., Hay que defender la sociedad, Akal, Madrid, 2005, 30, 35 pp.

6 Ibid, 206 p. Véase Foucault, M., La voluntad de saber, Siglo XXI, México, 1980, en especial el último capítulo: «Derecho de muerte y poder de vida» y concretamente 163-169 pp.

7 Ibid, 169 p.

8 Foucault, M., Hay que defender la sociedad, 206 p.

9 Gimeno, A., «Notas a la traducción» en Agamben, G., Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 2003, 247-249 pp.

10 Ibid, 166 p.

11 Mate, R., Memoria de Auschwitz, Trotta, Madrid, 2003, 115-116 pp.